2.2.07

La fuente de la edad

Bajo esa sombra primeriza del oscurecer, que parece una cortina granate en el relumbre de junio, Jacinto Sariegos se evade con el gesto solapado de la sabandija.

Tiene la atmósfera un vago olor a flores cautivas, yerbas quemadas, alientos lejanos de pinar, ráfagas inocentes que expanden momentáneamente sobre la ciudad el aroma de la arboleda y de las vegas.

Jacinto atesora en un instante ese aroma fluido que le libera de la salpicadura de los legajos, del polvoriento goteo de los expedientes, amordazados por los balduques en las destartaladas estanterías. Y avanza pegado a las aceras, vertiginoso sobre el desnudo riel de los bordillos, dispuesto a sobrevolar las esquinas con el fantasmal apresuramiento de quiene está convencido de llegar tarde.

Antes, por el túnel del Archivo, donde se respira el vaho cotidiano de las apolilladas singladuras administrativas y los siglos apilan sus contenciosas efemérides entre las ruinas de las pilastras consistoriales, la sabandija era una ameba, cuyos seudópodos rastreaban cansados y ciegos el informe laberinto.

Luis Mateo Díez

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